El conductor y su música
El hombre terminó de cambiarse de
ropa, tomó la batuta y se dispuso a salir luego de despedirse de su familia. En
la calle lo esperaba un corro de chupamedias, cagatintas y plumíferos, quienes
aplaudían de modo muy extraño mientras extendían la palma de la mano derecha
hacia arriba.
Al llegar al lugar del ensayo general, el conductor sobaba la batuta con
fruición, se preparaba para dirigir un concierto, no, el mejor concierto de su
vida, el que le garantizaría vivir tranquilo, sin que nadie pudiera molestarlo
porque se colocaría sobre el bien y el mal, luego de que la orquesta de áulicos
cómplices ejecutara la melodía que los liberaba, de antemano, de cualquier
susto futuro.
Luego de ese concierto, el conductor esperaba que se disiparan todos los
nublados posibles, que se enderezaran los caminos, que las aguas sólo corrieran
dentro de los canales prefabricados y que nunca más pudieran salir del cauce.
El concierto era muy esperado. Todo
el mundo, se puede decir, estaba a la expectativa sobre lo que pudiera ocurrir
ese día, aunque no todo el mundo estuviera invitado al concierto o si,
Invitado, dispuesto a formar parte de un coro donde cantaban voces disonantes.
Entonces se pusieron a unísono
bocinas y pregones, cartelones en las esquinas, aviones que hacían pindilú,
cabriolas, mientras ondeaban un rabo que decía que ese conductor era el mejor,
que su música era de aceptación total, pero otros decían y entendían que
"nadie es monedita de oro para gustarle a todo el mundo" y se
confundía totalizante con totalitario.
Aquel día la sala fue decorada de manera especial, exquisita, el conductor
dirigiría lo que él llamaba el concierto más importante de su vida, el que
sembraría su recuerdo en el imaginario popular.
Todo estaba dispuesto para cuando
llegó el conductor. Las puertas de la sala estaban cerradas. Sólo permanecieron
las luces del proscenio. La larga alfombra roja había sido higienizada en horas
de la tarde. Un tenue olor a florecillas silvestres inundaba el recinto.
De pronto, la sala se ilumina, entra
el conductor, lleva en su mano derecha una batuta de oro con un gran diamante
incrustado en la punta, cuyo brillo iluminaba una parte del lugar cuando la luz
tocaba tan exquisita joya.
Los lugares principales estaban ocupados por los jueces de los Tribunales
Superiores, los Senadores y Diputados, la Alta Clerecía, el Alto Comercio, los
Gremios de Profesionales.
Aquel personaje de la picaresca
criolla llegó tarde, le abrieron las puertas, el conductor levantó la batuta,
se escuchó un fuerte coro de jueces y legisladores, de curas de comerciantes y
profesionales que gritaban: ¡impunidad, impunidad! mientras el Senador y el
conductor sonreían.
Tenían amarrada hasta la justicia.
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